Entrevista con Carolina Jaimes: Aquel niño tácito, hecho de pensamiento.

Aquel niño tácito, hecho de pensamiento

Luis Felipe Blanco se dedicó a la Pediatría porque percibió tempranamente la diferencia entre habitar el mundo de los niños y el crudo batallar de las salas de adultos.


CAROLINA JAIMES BRANGER
ESPECIAL PARA EL UNIVERSAL
01/02/2020 09:09 pm

    Es el sabio taciturno del que hablaba Andrés Eloy Blanco en el pórtico de su Canto a los hijos: “seis años cuenta ahora mi charro turbulento, ocho mi niño tácito, mi sabio taciturno; aquél hice de chispa y éste de pensamiento”. Su padre estaría muy orgulloso de saber que se hizo pediatra, como su abuelo; que además escribe maravillosamente y hasta una novela tiene guardada en muchos cuadernos. Guarda el amor que tanto él como su madre le inculcaron por los libros, ha sido vertical en sus procederes y lleva la libertad como una antorcha. Luis Felipe Blanco recuerda el pasado, es lapidario con el presente y reflexiona sobre el futuro.

Andrés Eloy Blanco con su esposa y el escritor Rómulo Gallegos  CORTESÍA

-¿Cuál es el recuerdo más vívido que tienes de tu papá?

    Mi recuerdo más vívido debería ser el de los últimos días, cuando recluido en aquel paraíso floral de Cuernavaca, disfrutábamos de los dos años más pastorales, seguros y festivos de nuestro exilio. Al fin teníamos una residencia propia. 

    Compartimos más afectos con la querida colonia del destierro, que era una inmensa familia. Ahí papá estuvo más tiempo consecutivo con nosotros, pues Cuernavaca fue una receta médica. En 1953 tuvo el pequeño infarto que sometió su propensión trashumante. De allá ya no salió más de viaje. Nos esperaba cada mediodía al salir del colegio. Asistía a nuestras Clases Públicas, a exámenes orales, debatía con el cura director, nos vio emocionado bailar a mi hermano y a mí el Jarabe Tapatío para lo que nos habíamos preparado varios meses, en la Gran Velada a Beneficio de la Cruz Roja. Su emoción se desbordó la noche de la solemne repartición de premios en ese mismo teatro, cuando Andrés y yo sacamos 1ª y 2ª excelencia en nuestros respectivos años. Fecha memorable para él, porque coincidió con su santo, el 30 de noviembre, y la casa fue invadida por gente de nuestra ampliadísima familia.

    Por cierto, en casa la fecha grande de festejar era el Día del Santo, no celebrábamos los cumpleaños. Eso cambió cuando nos vinimos a Venezuela.

    Eso es en cuanto a lo más cercano. Pero tengo absolutas imágenes anteriores, arrolladoras, indestructibles. Casi todas, venidas de nuestros intrépidos viajes. La noche de ir al volcán Paricutín en plena erupción cerca de Uruapan, Michoacán. Nada supera eso. Ningún parque temático. A las 4:00 a.m., en pie, con el general Cárdenas, máximo líder viviente de la revolución, Rómulo Gallegos, y el escritor americano Waldo Frank. Rumbo a aquella llanura de lava mientras en la lejanía rugía el dios del trueno.

    Viajero irredento, recorrimos gran parte de ese país inigualable en tren, unos modernos, otros de la época de la Vía Angosta, de interminable trayecto atravesando selvas sofocantes. El 1º de enero de 1952 estábamos en San Miguel de Allende visitando a Mario Moreno, en su rancho. Vimos a Cantinflas darle unos capotazos a unas vaquillas en la plaza que tenía allí. La entrevista acordada para ese día fue por el guion de El Árbol de la Noche Alegre, la película que se planeaba filmar. Después de que papá murió los textos se extraviaron. Apenas hay unas cuantas cuartillas que pudimos recuperar.

    Y last but not least, el día en que recibió el Doctorado Honoris Causa de la Universidad de San Nicolás de Hidalgo. ¿Por qué? Porque lo vi en la dimensión que mayor huella dejó en mí desde entonces y que no ha cesado de crecer: la de orador. Ese día recibieron la distinción 4 glorias de la literatura: Germán Arciniegas, Carlos Pellicer, si no recuerdo mal. Cada uno habló a su turno. Pero el que fue aplaudido fue el de papá. No entendía nada yo, solo la inflexión muy llamativa, el articulado en un tono distinto al que usaba para conversar. Lamentablemente fue el único discurso que escuché en vivo, pero me quedó la urgencia de escuchar otro. Busqué entre sus carretes de cinta de grabar a ver si practicaba eso, pero solo hallé las poesías que enviaba a Venezuela.

    Puedo decir que no me gustaba cuando llenaba la casa de poetas para recitar. Yo huía. Me gustaban versitos breves, graciosos, de rima fuerte, que nos decía en momentos de juego. Pero temía a los admiradores que me reprochaban no saber alguno. Ese recelo duró creo que hasta los 15 años. Desconfiaba de las invitaciones a sus homenajes pensando en el ocurrente que me propondría recitar en un auditorio. Mi hermano, ya degustando las primeras mieles del aplauso, inició el aprendizaje de sonetos y palabreos hacia los 12. Punto de arranque para su aventura política. Yo, tempranamente, empecé a memorizar discursos. Y me sigue asombrando cómo se van encadenando en esa oratoria improvisada, imágenes, metáforas, ocurrencias impromptu. Creo que la habilidad para enhebrar un discurso y llevarlo a las alturas líricas a las que lo llevó es su más prodigiosa facultad. Grandes auditorios en América y en la Asamblea de la ONU en 1948 fueron cautivados por aquella facundia. 


Carmen Valverde de Betancourt, Luis Felipe Blanco, Lilina Iturbe de Blanco, Rómulo Betancourt y Andrés Eloy Blanco Iturbe

-Elegiste ser pediatra como tu abuelo Luis Felipe. Ser pediatra en la Venezuela de hoy debe ser desgarrador. Háblame de tu experiencia.

    Ese dilema viene de mis dos últimos años de secundaria. El ejercicio de la duda. Tomaba esas llamadas “pruebas vocacionales” en varios sitios. En uno me dijeron que lo mío era la música y la diplomacia. (Yo, que no he podido tocar nunca ni un cuatro ni una maraca, con una reconocida torpeza digital). En otro, que estudiara Letras o Periodismo. Periodismo en esa época era una carrera de 3 años en la UCV y más nada. Y Letras, me decían, “sirve para que des clase en un liceo”. Había la fuerte tradición médica en mi familia. Por el lado Blanco, mi abuelo, un patriarca, un ángel. Primer jefe de la Cátedra de Pediatría de la UCV a su creación, en 1921. Y -te voy a contar aquí una cosa que no he comentado nunca- cuando entré a la Facultad de Medicina, Pastor Oropeza era aún el jefe de la Cátedra. Pediatra mío y de mi hermano, amigo fraterno de mi padre (cuando nací ellos dos se fueron de brindis por esas calles de la Candelaria a celebrar). Al llegar a tercer año e iniciar mi primera pasantía por Pediatría, fui a saludarlo. Tuvimos una larga charla, emotiva, anecdótica. Llamaba a mi abuelo “el Viejo Blanco”, que fue su maestro. Me dijo: “El Viejo era un santo. Yo hubiera pedido que lo beatificaran antes que a José Gregorio”. Contundente. La veneración de mis tías por su nombre. El que yo me llamara igual a él, y a mi tío Luis Felipe Blanco Meaño, eminente cirujano fallecido trágicamente en aquellos fatídicos años de 1927-28, hacían casi sacrílego que yo tomara otro camino.

    Pero en la práctica la influencia decisiva para adentrame en esa summa artis fue la cercanía con la figura admirada de Rafael José Neri. Nuestra familia más entrañable en el exilio. Sus hijas eran nuestras hermanas. Mientras culminaba su exitoso postgrado en el célebre Instituto de Cardiología en México, fue nuestra primera referencia. El cardiólogo de papá junto con su insigne maestro Ignacio Chávez, figura cenital de la ciencia médica mexicana y mundial, de quien con orgullo recordamos el excepcional afecto que nos dispensó y la amistad que perduró después de la muerte de mi padre. Rafael José, cuya madre se apellida Mago Meaño, era prima hermana de papá. Él se vino de Cumaná para estudiar y vivió su adolescencia en mi casa, o mejor dicho, en casa de mi abuela, la quinta San Luis, de legendaria presencia en la poesía de mi padre. Allí fue Rafael José residente, cuando fue presidente de la FEV. Él me llevaba a su consultorio antes de que yo dilucidara por qué ladera me iba a lanzar. Decidí tomar la prueba de admisión de la Facultad de Medicina, y como obtuve una alta calificación, me dije “¡parece que por aquí será!”

    Mi afición por la pediatría no tuvo ninguna influencia externa. Sólo el comprobar la atmósfera de reino encantado que se percibía en los salones de niños en la época en que estudié, noté la diferencia entre habitar ese mundo y el crudo batallar de las salas de adultos. Contabilicé el número de niños que pasaron por las salas de hospitalización, el considerable número que egresó curado, y lo comparé con cifras parecidas en los servicios de adultos, en los cuales la penuria y cronicidad de sus males era significativamente superior y las estancias prolongadísimas. Me daba mucha mayor satisfacción en términos de curaciones y esperanzas el concurrir a convivir con la esperanza dulce. Y desde entonces tenía en mi primer consultorio un afiche con las palabras de Rainer Maria Rilke: “no somos de ninguna parte, sino del país de la infancia”.

    Del estado actual de la atención pediátrica creo que no tengo estómago para hablar. Es una indecencia llamar atención médica a lo que se ofrece a los niños en el espacio público. No entiendo cómo los observadores de cualquier categoría pueden relatar –imperturbables- las escenas de un apocalipsis como éste. 

Luis Felipe Blanco Iturbe junto al monumento en honor a su padre, Andrés Eloy Blanco

-Escribes muy bien. ¿Alguna vez pensaste dedicarte formalmente a la escritura? 

    Sí, sí lo pensé. De hecho, tengo muchos años hurtándole tiempo al arte de Esculapio, especialmente después de retirarme de la enseñanza universitaria. Tengo una novela por dentro, no sé si será buena o malísima, pero tengo que escribirla. O arrejuntar sus pedazos, que andan volanderos entre libretitas y cuadernos de viaje.

    El enfrentamiento de mi devoción por la medicina con mi gusto por escribir se hizo patente ya en el tercer año de la carrera. En aquel momento comencé a anotar en libretas sucesos, impresiones de lo que acaecía a mi alrededor. Recuerdo haber leído a Keats, en una agudización de su tuberculosis se le prohibió leer poesía, ¡¡y mucho menos escribir!!

    Opiniones sobre mis maestros. Luego pequeños cuentos. Chascarrillos, aventuras, historias de viaje. De esas libretas ya debo tener como doscientas, dispersas entre libreros y escritorios. Puedo decir como Chejov, el médico escritor más prominente de Rusia, que la Medicina es mi esposa bajo la ley y la literatura es mi amante, y que cuando me canso de una, paso la noche con la otra. La dificultad es que esa esposa se ha vuelto vieja y tiránica y cede pocos resquicios por donde escapar para poner freno al desorden de la vida de fantasía.

    Viví las memorias de médicos ilustres que tuvieron devaneos con las letras: Somerset Maugham, que pronto me aburrió. Conan Doyle me hizo leal seguidor de Sherlock Holmes. En corredores de hospital aprendió Flaubert lo que necesitaba para describir las escenas de enfermedad de Madame Bovary. Crecí entre libros en un hogar que tenía al libro como el agente unificador. Fíjate en el caso de mi madre: ella solo estudió hasta 6º grado, en el externado de San José de Tarbes, en Carmelitas. Esa formación compacta le bastó para hablar francés como lengua materna. ¡Qué calidad de vida realmente otorgaba la buena escuela! Eso le permitió desenvolverse como un pez en las aguas del mundo diplomático cuando hubo que afrontarlo, como esposa del representante del país en muy eminentes misiones. Más tarde, cuando turisteaba por París lo hacía con un regocijo que parecía llevar el bullicio de su colegio. Preguntaba en las tiendas por cualquier cosa, solo por el disfrute de conversar. La familiaridad con el idioma, la llevó a disfrutar inmensamente de la lectura. Tenía a Víctor Hugo cerca, la saga de Los 3 Mosqueteros, y era apasionada lectora de Los Grandes Amores de la Historia de Francia en original. Aún tengo un librero entero de esos romances. La música francesa solía acompañar el almuerzo. Chevalier, Edith Piaf. Además, memorizó la mitología griega como si fuera las tablas de multiplicar, pues al parecer era muy importante asignatura escolar en la época. Como curiosidad, la familia Iturbe ha mantenido a través del tiempo un peculiar balance entre la mitología y el santoral. Mi abuelo y mi tío maternos eran Eneas Iturbe. Mi tío abuelo, el doctor y general Aquiles Iturbe, cuyo nombre han perpetuado otros varios estimados primos que honran a su memoria. Hay Maximiliano, Espartaco y otros nombres históricos.

    Lo más significativo de su legado tiene que ver con la compra de libros y enciclopedias con una visión casi académica. Nuestra biblioteca, que es desmesurada, no es hoy la de mi padre. La que era de él sufrió grandes pérdidas durante las inundaciones de Las Mercedes, en 1956. La Enciclopedia Espasa entera. Íbamos por 70 tomos. ¿Imaginas andar por 6 o 7 mudanzas en México y a todas mover esa impedimenta? Era un componente importante, como llevar de mascota un elefante, pero un elefante culto. La enciclopedia presidía la casa. Estaba en la sala, no en un espacio alejado. Yo llegaba del cine, después de ver El Manto Sagrado o Atila o Quo Vadis, Ivanhoe, Gengis Kahn, o cualquier película de esa época, y asaltaba la ESPASA a leer cuan veraz era el argumento. Una vez comprobado, mi hermano se armaba y salía al jardín a jugar y escenificar. Mi madre amplió más la biblioteca que lo que era cuando papa vivía. Joyas incomprables ahora, están en mi casa gracias a ese hálito premonitorio, a esa visión milagrosa. Vio que tuviéramos libros, libros, libros. Sin duda que ese tesoro de tener tal concurrencia en tu morada fue una bendición secreta, perenne, casi anónima de ella. 

    Lilina leía mucho. Leía porque le fascinaba. En ella veo prefigurada la palabra de Flaubert. “No leas como los niños, para entretenerte, ni como los ambiciosos para aprender. ¡Lee para vivir!”.

    La lectura es mi signo del zodiaco. Un libro. Con el ejemplo de ambos padres, leyendo y comentando lo que leían, quedé como poseído de una ciencia infusa. Lo que más recuerdo de mi infancia no son los juegos. Son los libros. ¡Quién volviera a tener 10 años y encontrarse con La Isla Misteriosa de Julio Verne! O a los 12, la versión comprimida de Las Mil y Una Noches, o descubrir la novela policial a los 14. Por cierto, logré crecer hasta la fenomenal versión expurgada de Las Mil y Una Noches años después, la traducida directo del árabe al español por el Rafael Cansinos Assens, el sumo arabista.

    En Lectura, la lámpara de conocimientos que ardía en Chacaíto, en 1986, encontré la lujosa edición de Aguilar. Walter Rodríguez, guía sin par de lectores descarriados, tenía 3 colecciones de esa versión que había importado para Cabrujas, para Hans Neumann y para un tercer cliente, incógnito. Pregunté si podía vender uno y dijo que eran encargos. Volví al mes y sólo quedaba el del misterioso lector. Me dijo “vuelve en un mes”. Cuando lo hice pensé que sería mía, pero me topé con el último obstáculo: el precio. Aproveché la Semana Santa para hacer una colecta de urgencia y la compré luego. Las 600 páginas del prólogo valen todo el libro.

    Esa contienda interna marca lo más riguroso de mi experiencia vital. Pero en fin ayer y hoy, contar es curar, como curar es contar, con gesto sutil y palabra soleada. Olvidé quién lo dijo.

-Has tenido siempre el privilegio de estar rodeado de intelectuales de primera línea. ¿Qué ha sido lo más importante de ello?

    Me hice un adulto en miniatura por estar expuesto a conversadores de un alto calibre. Asistía con mi padre a tertulias en las que no comprendía mucho de lo que se platicaba, pero como era tomado en cuenta por todos por mi afición a memorizar: sentía que de verdad era yo importante. La afición taurina de mi papá fue uno de los primeros ejercicios de asimilarme a los adultos.

    Me puso en tratos con varios personajes conocedores de la Fiesta Brava. Cuando Andrés Eloy regresa del 1er Congreso Interamericano Pro Democracia y Libertad, organizado en La Habana, trae como botín la codiciada obra Los Toros, de Cossio. En el mismo Hotel Diligencias de Veracruz comencé mi escaneo. Estaba en proceso de iniciación a la lectura, pero en pocos días leí de corrido la vida de los toros más bravos, de cuántos matadores habían sido víctimas de esas astas y el nombre de los pases o “suertes”. La verónica, el natural, el derechazo, la gaonera. Un microbio perdido entre la muchedumbre de la Plaza México, acompañando a los que sabían. Me extasiaba escuchando historias vivas de boca de sus protagonistas. El bautismo lo recibí en México donde se condensaba tanto ingenio en torno a nosotros. Nuestra llegada a ese exilio dorado, como en verdad resultó, fue a instancias de Lázaro Cardenas, El Taita, rodeados de otros invitados señeros. Mi papá estableció rápidamente amistad con gente de letras, artistas y políticos mexicanos. Pronto encontrábamos la simpatía del poeta tabasqueño Carlos Pellicer, o del legislador chiapaneco Fedro Guillén, con quienes tertuliaba a menudo y quienes se divertían con mis intromisiones. Una noche memorable en la casa de Andrés Henestrosa, un escritor y político zapoteca, se dedicó la selecta concurrencia a inventarle estrofas a la popular canción La Llorona y me divertía escuchando lo jocosas que podían ser. El poeta Henestrosa estaba casado con una princesa maya, según escuché, y tenían una hija llamada Cibeles. Memoricé la letra: “Dos fechas hay en mi alma, Llorona, que guardo yo en mis papeles. Cuando me casé con Alfa, Llorona, y cuando nació Cibeles” me divertía yo memorizando.

    Pero la máxima experiencia era encontrar a la persona a quien mi padre más admiraba. En las arcadas del entonces llamado Hotel Marik de Cuernavaca donde pasaba cada año una temporada, nos esperaba al mediodía en su compañía: Alfonso Reyes. Nada menos. Una de las “cumbres más altas del pensamiento continental”. Allí a unos metros tenía su apartamento vacacional y en una inmensa galería estaba parte de la mitológica biblioteca, la “Capilla Alfonsina”, templo de la sabiduría por donde mi hermano y yo correteamos. No muy intelectual, pero Andresito y yo nos topamos allí una tarde con una gran algazara. La Plaza Hidalgo conmocionada con la presencia de Gary Cooper y Richard Widmark, en un descanso de la filmación de Garden of Evil. Las visitas regulares de escritores latinoamericanos desterrados llenaban un espacio de nostalgia. Al regresar a Venezuela encontré una herencia aún mayor y más calurosa en sus afectos. Una forma de cósmica gratitud me invadió ante aquel despliegue de cariño, y la cercanía con los compañeros. Gallegos siempre cerca, como en el exilio. Betancourt, de quien recibimos las más caudalosas expresiones de afecto y toda la dirección alta del partido AD, casi abrumándonos de atención, homenajes y afecto. Y por igual gente de cualquier inclinación política. La cercanía con intelectuales se hizo casi cotidiana, y a la larga una mala costumbre, porque se fueron yendo. María Teresa Castillo, prima hermana de mi madre, y Miguel Otero, tal vez el hombre que expresó los más cálidos, épicos sinceros y elogios a Andrés Eloy Blanco, estuvieron cerca de nosotros por muchos años, en los buenos y en los no tan buenos avatares. Las conversaciones de riqueza y amenidad sin par que mantuve por lustros con gente como nuestro inolvidable poeta Luis Pastori, con el formidable parlamentario, orador, historiador Manuel Alfredo Rodríguez, el trato delicioso con Carlos Eduardo Misle, son material del que se engordaron mis libretas. En fin, como mi padre no pudo ser hombre de fortuna por ese turbulento pedazo de historia que hubo de protagonizar, dejó un legado espiritual contante y sonante en las voces y el afecto de esos ciudadanos libres, pobladores fundamentales de nuestra procelosa travesía.

Elisa, Carlota, María Clara y Elvira Blanco Santini, hijas de Luis Felipe Blanco Iturbe

-Tienes cuatro hijas maravillosas. ¿Las hubieras educado distinto si hubieran sido varones?

    La diferencia no estaría dada por su género, sino por las circunstancias históricas. Si hubieran nacido en los mismos tiempos y bajo las mismas presiones sociales, no creo que hubiera habido mucha diferencia. Mis hijas son un don inexpresable de la Providencia y no creo que esta habría sido menos generosa si hubieran nacido varones. Los principios fundamentales de libertad, democracia, bondad, la exaltación de la familia, solidaridad social y persecución de la excelencia por encima de cualquier otra satisfacción, los visiono en esa fantasía muy similares. Tal vez no habríamos tenido esa maravillosa síntesis de estética y dulzura que pintaron nuestra casa.

-¿Qué significa Venezuela para Luis Felipe Blanco Iturbe?

    La Venezuela nuestra es la que prefiguraron los próceres civiles de nuestra historia, la que soñó un gran viaje y aun envejece lavándose las velas. Y que ha llegado al punto de no retorno.

    Tengo clara, inobjetable conciencia de que desde el día 4 de febrero presentí el retorno al siglo XIX. El grito del resentimiento voraz. Nunca soporté escuchar más de 15 segundos aquella voz trucada del felón principal. Me jacto también de nunca haberlo visto más de 10 segundos. Me vino a la memoria un texto del poeta favorito de mi padre, y luego mío por imitación
“Al segundo de los Alvargonzález le afeaba el rostro los ojos pequeños inquietos y cobardes, de hombre astuto y cruel” (Antonio Machado).

    Atrapados en una celada, ahora nos toca encauzar todas las iniciativas en una sola. La unidad. La exclusión de los que se venden. No nos iremos de un territorio que nos pertenece más que a la montonera sin principios. Mis 17 generaciones de ancestros construyeron lo que hoy habitamos. Tres de mis abuelos fundaron ciudades, y, por lo menos, quince en los últimos 150 años, han estado en cárceles o exilios.

    Hemos vivido bajo el signo del éxodo por varias generaciones, abuelos, padres y nosotros sus herederos, a quienes nos tocó conocerla después de la infancia. Parte de la poesía postrera que nos acunó estuvo regida por esa conciencia de Patria ausente... esa sensación de que toda libertad era efímera.

    La del Signo del Éxodo, más poblada en la Gloria que en la Tierra. Y en eso hemos andado. Contemplábamos a Venezuela desde el destierro como decía mi padre, inalcanzable y pura, donde suponíamos estar irremisiblemente encaminados a la supremacía del bien sobre el mal y ello entrañaba el inexorable retorno de la majestad del poder civil por sobre la penumbra de la bota militar. Y el amanecer del 23 de enero, un día después de haber visitado a Rómulo Betancourt y cenado con Caldera en Nueva York, zarpando para Venezuela, llega el estruendo de las trompetas de libertad. Había como una certeza de retorno a la Tierra Prometida que nos habían contado, y que esa telúrica coincidencia era señal de lo permanente de la victoria final. Y así fue 40 años. Una democracia imperfecta, pero transitando el camino de las instituciones.

    Ahora, náufrago en la noche sin ribera, como se veía Lazo Marti, veo hacia atrás con añoranza y hacia adelante con ímpetu. De aquel país que escuchábamos que salió de una guerra para entrar en una saga de interminables guerrillas, azotado por caudillejos analfabetas, reyezuelos y “salvadores de la patria”, involucionamos a esta escena primitiva de la civilización que el espíritu de la negación pretende demoler hasta el último reducto de cultura. Pero estamos acá para decir basta. Es la hora de arriesgarlo todo.

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