César Rondón, César Miguel y México

Para César Miguel, cumpleañero

    Hace  tal vez dos meses me sentí  tentado a  escribir lo  que ahora  garabateo. Por un momento creí mi deber  expresar mi  grima.  Me sentí tocado como miembro  directo  de esa cohorte  de  niños mexicano-venezolanos  a que aludió en esos  días un  amanuense   del  régimen,  un ignoto integrante  de la claque  de yes-men que se granjean enchufes  mostrándose  estelaristas del odio vocacional.   Quiso este quídam  poner en duda la legítima  venezolanidad  de alguien que  ha ostentado con  más   brillo  y categoría     su  gentilicio  que cualquiera   de los fiscales    asignados por el régimen  para  cooptar  toda iniciativa  digna.  Y quiso  devaluarlo  con un inédito calificativo. Mexicano-venezolano.  Qué   lastimero papel.  Pero  ante la desproporción  entre ofensor y agredido, opté por  esperar la respuesta del lado noble.

    Arremetió contra César Miguel Rondón a  nombre  de la oficina que por sus  andares parece haber sido creada para  honrar la memoria  de Joseph Goebbels, y que   con  seguridad   se nutre  de  la teorías  desarrolladas  en Mein Kampf,  y se prodiga en  muestras de  desubicado  patrioterismo, aquello que para Hemingway era  el último refugio de  las sabandijas.  Tal vez  el  autor material  del atentado a la libertad de expresión  no se haya enterado, pero somos un grueso contingente mexicano/venezolano  que  acepta  ser ubicado  ese  mismo o  parecido limbo.  Unos  que nacieron allá, otros que  nacimos acá pero fuimos arrancados  de la  cuna antes de  caminar. Todos  ellos  guardamos  un  recóndito agradecimiento  a la valerosa  tropa que sacó  de su casa a Rómulo Gallegos a los 8 meses  de haber  sido electo con 70%   de los votos, para acomodarse ellos  a  arreglar  el país. De aquellos descienden éstos. Recibimos una temprana lección de lo que  era el país  en que nuestros padres  vivieron, y de la calidad   de  sus oficiales. Y al mismo tiempo, nos dieron la ocasión dorada  de crecer  en el  imperio-virreinato-república- breve  imperio y nuevamente república civil, por la que  Vasconcelos proclamó “Por mi raza  hablará  el espíritu”.  

    Pueblo  ejemplar    que vivió  una cruenta contienda  de 20 años  surgida  de una sola  frase  Sufragio Efectivo  No reelección.  Frase  indescifrable para la montonera  entronizada en Venezuela, impermeable  para los oídos   de quienes  han  reducido la vida civil en Venezuela a un pobre guiñol. De aquella  emigración se  nos quedó  polvo  de México  en el alma. Como a Lowry.   “Y asina”  fue  que    el alabardero  se extravió  en su propia insustancialidad. O  el que  lo arreó a escribir.

    Al contrario, César Miguel Rondón, a quien se pretendió intimidar  con  ramplona amenaza,  salió erguido de la emboscada.  Hace una semana  en un hermoso  símil revivió el casi  olvidado  episodio  del autosecuestro  del líder de la CTV en la  edad  de la democracia civil y  dejó  constancia  para las generaciones nuevas  de una  muy antigua forma  de   vivir. La  decencia.  César  en esos dos hitos se enaltece y reafirma  su sólida condición de  voz  del  decoro ciudadano.

    Entre uno y otro momento  mis  propias pequeñas historias  brotaron de  entre    los escombros  de la memoria.  El exilio venezolano en México es cosa  de historiar.   Entre desarraigos, penurias y apuros  se tejió una  de las  comunidades más solidarias de que se pueda tener noticia. Bien lo cuenta  CM en su notoria declaración. Una red   de asistencia mutua llena   del amor que se puede tener por una patria que  se veía representada en cada cabeza  de venezolano. 

    Y  en aquella tribu  me hice particular  interlocutor de César Rondón Lovera.  Amigo, sustancialmente.  De  mis 7 años a los 9, en que compartí aficiones  con el  joven de casi 30 , puedo llegar a decir  que fue una singularísima relación en la que  el experto   me hacía sentir  de  tu-a-tu  y contemporáneo   por  ratos. También leal en otros.  En   aquella copiosa red  de paisanos  distinguí en César a un  aficionado al  pancracio -    deporte nacional de México  después del  soccer-  la  singular e incomparable lucha libre, y un formidable forista en aquellas memorables sesiones de sabedores  de tauromaquia,  posteriores a  unas cuantas corridas  en la Plaza México o El Toreo, unas veces  en Las Chalupas, otras tardes- menos afluentes- en comederos  más modestos.  Mi libresca y diminuta cultura taurina, apurada  a trompicones  de los tomos  de Los Toros  de Cossio, encontraba auditorio mientras identificaba  en la arena  gaoneras, trincherazos  o manoletinas o recitaba de  memoria nombres   de   toros asesinos  de la historia. Tanto Andrés Eloy, como César, como Rafael José Neri, o Pedro Beroes, fueron  incógnitos catedráticos  para el  entusiasmo torero  que se desarrolló luego. Andando  el tiempo CR subiría a la Presidencia  de la Comisión Taurina ejercida  en el Nuevo  Circo de Caracas.  
  
    Los viernes, noches  de lucha libre regia,  disfrutamos mi  padre y yo  de ese cuadrilátero de gladiadores, muchas veces   visitados por  el  amigo  gustador  de la refriega. Y una noche célebre, en noviembre de 1953, la lucha más esperada.  Tarzán Lopez, ídolo  de varios lustros, comparable con  el mítico  Santo, en el fervor y casi culto popular,  contendor técnico, de los  denominados “limpios”,  exponía su corona  mundial  del peso medio ante  un japonés  nacionalizado  llamado Sugi Sito.   A éste lo había convertido  yo en mi favorito, tras dos años  de  dedicada lectura del panorama de los enmascarados  del ring  mexicano.  

    Aquella noche la lucha encarnizada  llegó a las  3 caídas (o  rounds).  Mi padre a favor irrestricto  de López.  César, discreto, también apoyaba  a Tarzán, sin  exhortaciones. Pero  ganó el japonés!   Y yo salté  de contento, para luego  recibir un  formidable  sermón   de mi padre sobre mi incalificable conducta, mi vituperable  favoritismo por ese extranjero , mi falta de gratitud hacia  el país magnifico que nos acogía. “Mudo, trémulo, en la sombra”  quedé en mi  habitación repleta  de revistas  deportivas, y César  se despidió. “Buenas noches Sugi Sito”.  De ahí en adelante  ese fue el nombre con el que me  distinguió  mientras  duró  el exilio.  “ Y como estás  Sugi Sito?”.


A las puertas de la iglesia 

    El 21  de mayo de 1955  era el bautizo de César Miguel. El primogénito.  El 20  en la noche, el homenaje a  Carnevali, muerto en la penitenciaria de San Juan  de los Morros un año antes.  Después  del  discurso, camino al amanecer, rompió la oscuridad  de la calzada un Cadillac  ebrio, y el sacramento quedó postergado.     Dos  años después  me tocó  representar  a mi padre  en la aspersión de la aguas lustrales,   tan  azorados  el bebé   como  el padrino vicariante.   El bebe  creció en  conocimiento  y circunspección  a una velocidad tal que  ya era firme  candidato  al selecto grupo  de Mickey Mantle, Orson Welles y Mozart, los más   emblemáticos niños prodigio.  Y  quedó ese padrinazgo como uno  de los  más  preciados  legados de mi padre, de México, y   de las  vueltas inescrutables de  la fortuna.


Luis Felipe Blanco Iturbe.

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