Camino de Oriente
Quiero hablar de la carretera de Oriente y su conjuro. Lo que fue el camino a la Tierra Prometida. Desde la albufera de Uchire se siente el aleteo del dulce pájaro de la juventud. La cercanía, el rescoldo de los amores primeros, jagüeyes, faldas largas, rostros sin maquillar. Llegar allá no era un fin sino un largo regocijo. Mi indecible placer de veloz manejar. Alternaba entre atropellar mariposas y esquivar huecos, que siempre se han dado con fecundidad por esos rumbos.
La carretera en el mes de julio se cubría de mariposas amarillo pálido, un amarillo limón fosforescente. Parecían exhaladas por la vegetación sedienta . Millones de pétalos ondulan y se estrellan con parabrisas y carrocerías. Un estrafalario suicidio colectivo, como los lemmings en sus migraciones lo hacen en los riscos de Escandinavia. La espesura engendra flores que vuelan hasta encontrar su fin en los coches, impregnándolos con el indeleble maquillaje de su sacrificio. Un regio espectáculo que bendecía esos asuetos jubilosos. 40 años infiltrado en este preludio.
Voy a contar un poco de la transformación sufrida.
Hace tiempo que no me atrevo a manejar hacia Oriente. Hay una tácita interdicción. Destrucción de las vías. El país se encoge como una piel de zapa. Ahora solo vengo en transportes colectivos.
Y ya no voy por el prístino placer turístico, sino por el crudo laborar.
Aquella experiencia deportiva ha sido reemplazada por la insólita rutina de ser transportado en un tubo de tomografía por 6 horas, cada 8 a 10 días. Las ordenanzas de a bordo estipulan no correr las espesas cortinas. Efecto experimental de astronautas. Los forajidos medran en los caminos, lanzan piedras y han herido pasajeros. El efecto malla de la cortina permite restar energía al pedrusco volante. No sé cuan frecuente ha sido esta agresión, pero sí tuve una vez la ocasión de llegar al terminal de Oriente y enterarme de la muerte de un conductor que, herido por un proyectil, se estrelló y todos los pasajeros fueron robados.
La luz de las lamparillas individuales a duras penas permite hurgar en el maletín. Además, la mitad de los bombillos están ausentes o quemados. Imposible leer si se viaja así. Una travesía nocturna es solo apta para iletrados o cloroformizados. Son 50 personas más que afrontan cada viaje. Desde mi debut nocturno apelé a un hipnótico. Y para el siguiente habilité una lámpara de lectura insertada en la páginas del libro. Hace ya 12 años que inicié este tour de force, y aunque el número de lecturas se ha incrementado hasta casi el doble, el esfuerzo visual lo ha hecho al cuádruple. Toda una ordalía.
Las horas permanecidas en la oscuridad sueltan el espíritu a las asociaciones libres. Macabras a veces, nostálgicas, tristes, libidinosas. De mis primeras divagaciones obtuve un número sortario. El 400. El número de integrantes del serrallo de Solimán. O el de habitaciones del Palacio de Akbar, cerca de Agra, donde se regodeaba con sus mujeres. Y ese número se repite en la fábula de la Tierra Media, entre Europa y la India. Parece ser el número ideal de esposas. Este tipo de ideas danzan cuando uno se despierta a las 3 am en ese limbo, y no quiere molestar al vecino con la lamparilla.
Del amplio registro de peripecias que es dable concebir, voy a reseñar una jornada especial por lo aparatoso. Un viaje diurno tempranero. Salida con retraso que es lo habitual. Verano por cierto. Cielo de un azul reverberante como la imagen que guardo de la nebulosa Andrómeda, hoy galaxia.
Poco después de Barlovento el ómnibus empieza el corcoveo. Ominoso presagio. Uno de cada 3 viajes incluye un evento mecánico. Pinchazo, recalentamiento, ruptura de correa del alternador o del sistema de refrigeración.
30 minutos de taquicardia y rezo. Esta vez siento que el bus se ha apagado y sigue avanzando por la inercia y el declive. Y fallece poco más allá de Cúpira. Detención, arresto del motor. Aun funciona el aire acondicionado insuflando esperanza, el sueño meridiano se convierte en una siesta postergada por 30 años.
Una tarde en Salina Cruz,1953. Pasajero de un vagón de los Ferrocarriles Nacionales de México en su versión vía angosta, camino de Oaxaca. Por delante de nosotros una parsimoniosa cuadrilla va cambiando los durmientes para convertir el tramo en la moderna vía ancha que el desarrollo reclama. Héroes sin saberlo -o mártires- del transporte interoceánico de Tehuantepec, mi hermano de 2 años , güero, azotado por el salpullido, se rasca, grita ,protesta. Sufre la condena de su piel hiperbórea y transparente. Yo, en un grado menor de desesperación, abrumado por el martirio de Andrés, no recuerdo haber encendido tan fuerte reclamo.
El recuerdo es dominado por la sed. Hay una demanda general por agua fría. Hoy y ayer. Poca gente recuerda el víacrucis de un viaje en los tiempos sin refrigerador, antes de que el hielo pudiera ser trasladado con el humano. Los que conocieron el hielo antes de esta exploración arqueológica-un anticipo del caso de José Arcadio- no se tranzan por otra cosa. El resto del pasaje, con la resignación milenaria del mixteca, calla y suspira .
Me saca de ese ensueño la orden de abandonar la “Unidad”.
Descender del carromato fue ser fagocitado por la viscosa amiba que, como presentía, me esperaba afuera. Cambio un delirio por un vaho.
Y sobre un fragmento de muro derruido y caliente, el hilo de mi pensamiento se dispersa. Carente de señal telefónica. Repaso escenas afines. Personaje de Casa Muertas. Ahora es la imagen de un florero de vidrio grueso empegostado con una flor de pasta sobrevolada por un escuadrón de moscas indisciplinadas. Hace una semana se sabe de aparición de casos de paludismo al norte de Anzoátegui. Dádiva de Anopheles aquasalis, el principal vector en la costa de Paria, que parece que ha establecido una alcabala por acá . No más eso falta. A distinguir moscas, jejenes , zancudos. Por la velocidad de vuelo, por la flexibilidad en los giros. A soltarse las mangas en aquella tempestad solar para dar menos superficie cutánea a los agentes del morbo .
La gente empieza a congregarse en las cercanías de la raquítica sombra de un árbol, un matapalo, dice un refinado compañero de contingencia. Un árbol parásito y asesino. Nada alentador para el momento. No sé nada de árboles. Lo poco que sabía lo olvidé cuando mamá murió. Ella solo llegó a 6º grado, pero ¡ Cómo sabía de jardinería y flores, y de mitologia griega!
Vemos con gula el climatizador del bus, como el lomo de un camello en este desierto. La ociosidad es la madre de las clasificaciones. Suelo hacer estadísticas en cualquier lugar donde haya ocio y gente. Y anotar. El neto predominio de la obesidad en este itinerario es algo descubierto hace meses, solo 30 % de los pasajeros pueden calificar como delgados o cuasi. Muy pocas del sexo femenino lo logran. En un rincón se nota una casa de adobes que ha abierto sus puertas y saca unas cajas de refresco. Los damnificados más gordos empiezan a desplazarse. Tras ellos, una fantasmagórica marcha de perros esqueléticos le da un toque más amargo a la caravana. Una chusma de perros color de luna, como los de un cuento de Borges. Algunos lugareños ofrecen una macilenta oferta de conservitas de coco y pocas empanadas de donde llueve aceite rancio. Al menos oler esto disipa el hambre. Los perros se disputan algunas migas entre los pies de la obesa muchedumbre. Los que tenían como destino pueblos más distantes se identifican y hacen planes de emergencia. Si el viaje promedio a Puerto la Cruz dura 6 horas, con buen viento y sin carreteras obstruidas por accidentes o protestas, los alejados como Cumaná, Carúpano y Maturin son ahora el Lejano Oriente. Más rápido debe llegarse a Bagdad.
Esperamos con bíblica resignación la promesa del famoso vehículo de rescate de la misma línea autobusera. Los más pesimistas opinan que se haga señal a cada bus que pase, “siempre llevan uno o dos puestos libres , y así nos vamos repartiendo”. Una hora más tarde uno bastante destartalado, con ventanillas abiertas y muchachos asomados, se detiene. Con él se van 8. Sentados en el pasillo. Como en los barcos que venían de Dahomey con su carga de encadenados en el siglo XVI.
Sigue taladrándome las sienes el reproche; de los más graves descuidos es no traer suficiente hidratación, en especial en este año en que el agua mineral embotellada escasea, consecuencia de no sabemos cual maléfico eslabón en la cadena de eventos desafortunados iniciada en 1999. Cualquiera mataría ahora por un cuarto de litro. Fría. Ahora somos beduinos, desorientados por la sed. Un automovilista se detiene y corre hacia la casita porque confundió una lata de perfumador con una botella de Minalba. Espejismos en las bodegas. Un fenómeno de la caída.
Tras dos horas de prueba para nuestra santidad, aparece el colectivo de reemplazo. El aspecto del conductor refleja las 6 horas o más de jinetear ese armatoste. Subimos. Al rato, a estribor , veo pasar el infausto puente que un mes más tarde se desplomará y dejará al país volver a sus periódicas hemiplejias. Siempre de sus extremidades derechas u orientales. País zurdo. Desvalido.
A los 25 minutos, una parada en lo que fue próspera Estación de Servicio de la entrada de Boca de Uchire. Es bueno recordar el ánimo que nos acompañaba al llegar aquí hace 30 años.
No hay un solo ventorrillo en toda la añosa carretera de Oriente que merezca el nombre de “Parador”. Ese cognomento, tan vinculado al inicio del desarrollo turístico en gran escala que tuvo España desde los años 60, suena a arrullo y promesa de deleites vacacionales. Fue una gran distinción. Se usó luego para designar a pequeñas instalaciones de restauración u hostelería en varios rincones del mundo, de probada calidad y razonables precios. En la mayoría era necesario un nivel comprobado de aptitud en atención , confort, alimentos, para conservar esa categoría, otorgada por la correspondiente autoridad de turismo .
Apegados como estamos a copiar nombres, imágenes, títulos y slogans que no guardan relación alguna con su contenido, podemos ver chozas sin piso y sin gracia que se anuncian con el rimbombante letrero (escrito a mano) de “Parador Turístico”. Existe uno, solo uno, en las cercanía de Píritu, que podría decirse que ofrece los servicios de lo que un viajero común denominaría “baño”. En los demás sería una imprudencia detenerse.
Unos cuantos de estos precarios bohíos son muy inhóspitos. Se apretujan unos a otros en unos pocos cientos de metros, y por las saharianas temperaturas que disfrutan, me vino llamar a ese trayecto “el paso de las Termófilas”. Un guiño al héroe espartano también por las condiciones de uso . Y un reconocimiento a Celsius, el astrónomo sueco que diseñó el primer termómetro. Yo pondría placas de bronce alusivas .
Lo cierto es que el piloto gritó: “Parada, 20 minutos”, y entramos en uno de esos “paradores” para la obligatoria escala bajo el sol en ebullición. Un techo que cubre unos 5 metros más allá del espacio donde se sirven los cafés y otros, muy menguantes bocadillos. La reducida calidad de los locales ha hecho que las diversas líneas de transporte hayan decidido detenerse solo en unos pocos, y por lo tanto la muchedumbre no logra refugiarse por completo bajo el alar. Hoy estamos atestados, unos 200 viajeros, para darnos un nombre decoroso . “Aire acondicionado” es una palabra del futuro, mentada por un profeta que pasó por acá hace 4 lustros. 2 ventiladores penden del techo, a 7 metros de altura; uno más existió alguna vez y de él quedó solo el eje. Otro sufre de caries y perdió uno de sus 3 colmillos o aspas, y el tercero se mueve lentamente sobre los mozos que sacan café. Por cierto, el aire ni los despeina. Café, cuyas opciones son negrito o guayoyo, ya que no hay leche. Ni nada nutritivo. La cola para adquirir cualquier cosa en la única taquilla, puede al tomar al peregrino la mitad del tiempo estimado para esta parada. Y si lo logra, tendrá que pelear un espacio encima del mostrador, o luchar por la tapa del disponedor de basura para apoyarse. Sentarse es verbo desaconsejado pues solo queda el resquicio de la acera. El resultado es que la mayoría asume su excursión con sumisión.
Cada vez más viajantes traen rellena su lonchera de casa. Los perros aquí también son presencia prominente. Sus miradas suplicantes y sus esqueletos a flor de piel informan de que no hay excedentes de alimento en los desechos. El piso ofrece un aspecto mate que impide determinar cuál era su color original, cubierto por una costra enraizada en los poros del cemento. Un niño de un año y medio de edad, según estimo, hace pininos sobre el piso, cae , repta y vuelve a la vertical por sí mismo, provisto solo de pañal. Bien adaptado al guión del paso de las Termófilas. Su guardiana lo mira impertérrita. De resto, la única población activa son niños en edad escolar que venden mamones. Ningún otro producto. Me aflige esta esterilidad. Ni casabe, ni naiboa, ni mango ni aguacate ni aquellas potentes combinaciones marineras llamadas “Rompecolchón” o “Vuelve a la Vida” que hicieron cerca de esta zona una leyenda. Y mucho menos algún producto artesanal.
En estos pensamientos lúgubres estaba cuando se escucha un estrépito, un rugido de un motor acelerado, un chirrido y un golpe seco. Le siguen gritos de pánico. Creo siempre en el peor escenario. Asesino serial. Conductor ebrio. El Estado Islámico. Lo impensable. La multitud corre al puesto, auxilian a tres damas que han sido arrolladas dentro del espacio destinado a los consumidores Una de ellas es extraída del piso debajo del radiador. Es un pequeño vehículo nipón/cumanés. Otra fue golpeada en la tibia y a otra le apisonó el pie una rueda. Una fracturada, otras dos parecen sin lesiones graves pero cojean. Van camino a algún dispensario (bueno, es lo que uno espera). El verdugo es un joven local entre 20 y 30 años. Lo interroga un Guardia cercano. El culpable se entretenía en acelerar su carro encendido en todo el frente del espacio de los parroquianos, a unos 2 metros de él. Cuando demostraba el poder amplificador de sus silenciadores, se le resbaló el pie del embrague. El propósito de su faena era llamar la atención de una jeva de su interés que se confundía con la multitud y lo ignoraba . Una gran oportunidad.
Uno de los chicos voceador de mamones, pasa a mi lado y exclama: “Me voy. Se me quitaron las ganas de vender mamones hoy.”
Al fin. Llego al terminal del centro de Puerto La Cruz hacia las 4:40 de una tarde reverberante. Aunque hay un capote de nubes, las radiaciones caloríferas horadan lo gris. Camino hasta una estación de buses y camionetas por donde van desfilando carcachas sobrevivientes del diluvio universal, con más cicatrices de soldaduras en el cuerpo que un mutilado por pirañas.
Espero paciente a que una de esos aparatos (qué apropiado) llegue con un asiento vacío. Cargo maletín y portafolio. Y llega. Pongo un pie en el destartalado escalón, que parece le fue trasplantado de un donante canibalizado. Forcejean los que se apean y los que abordan. Por entre sus transpiraciones una voz pequeña se filtra : "¡Crucero... Vistamar!".
Ese es justo mi rumbo. Y entonces aparece por una rendija, entre la gente apurada, una escueta anatomía de chiquillo tembleque blandiendo un puño de billetes bajos. Ah! Es el colector! Cumple al punto su tarea de ubicarme y vuelve a su sitio de combate. En cada parada desciende, vocea, cobra y aborda de nuevo. Lo contemplo. Admiro su aplomo y seriedad al repartir informaciones y recibir órdenes de su capitán. Cuento las paradas, hasta que en la quinta se recuesta sobre el parabrisas. Y se rinde. Sí. Allí tomé una gráfica enternecedora. El verdadero reposo del guerrero. Justo al yo bajar se despabila. Le pregunté la hora de comenzar esta jornada. 5:30 AM. Ocho años. El colector de ocho años sigue su trayecto, en su navío escorado hacia los mares inciertos. La Providencia despeje la niebla que se avizora.
Un día bastante normal.
Luis Felipe Blanco Iturbe.
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