Un Día de San Juan
San Juan Bautista. La Iglesia católica celebra su
fiesta principal el 24 de junio (seis meses antes de Navidad, ya que el
Evangelio cuenta que su madre Isabel estaba de seis meses cuando el ángel
anunció a la prima de ésta, María, que sería madre del Mesías).
En muchos lugares las celebraciones
actuales tienen una conexión directa con las celebraciones de la antigüedad
ligadas al solsticio de verano, 21-22 de junio, influidas por ritos
precristianos o simplemente vinculados a los ciclos de la naturaleza.
En Venezuela la festividad se celebra el
24 de junio y reúne una gran cantidad de devotos al Santo. Desde el 23 de junio
se disfruta de una noche de tambores en diversos poblados.
El 24 de junio de 1960 era viernes. La gran dominosada de mi tío Juan
José empezaba más temprano que los otros años. La inauguraba un fastuoso
desayuno criollo. Plato fuerte del condumio venía de aquellas vacas campeonas
lecheras de Maturín. Se trataba de un torneo, se esperaba una concurrencia mayor
que la registrada cada año anterior y habría premios suculentos. Los
onomásticos nunca pasaban desapercibidos, pero el de ese año lo recuerdo con
más pompa.
La quinta Jota Jota tenía mesas dispuestas hasta en los pasillos del
segundo piso así que hubo que trancar las habitaciones con llave. Una mesa
particularmente extravagante se situó debajo de la escalera de media espira, de
aquella balaustrada metálica "estilo internacional “ tan en boga en las
viviendas de Las Mercedes en aquella época. Muy atrayente como refugio para
algunos párvulos partícipes de un masivo juego de escondidillas que comenzaba
a tomar cuerpo.
Las tenidas de Juan José Palacios en el día de San Juan eran
sonadas. Los grupos de niños corríamos de un lado a otro, preparándonos para el
jolgorio que se avecinaba. Sobreentendido el hecho de que las neveras de las
casas vecinas, interconectadas por un pasadizo posterior, invisible para los
transeúntes de la calle, estaban rebosantes de dulces. Aunque siempre los había
en abundancia, en ocasiones como ésta abundaban en demasía. Algunos diseñábamos
plan de juegos complejos para aprovechar nuestra cuantiosa asistencia. El
vecindario al que me refiero es de pura tía. Las Blanco. Afamadas costureras de
las alegóricas boinas azules. Las que pusieron sobre la frente de los estudiantes
del año 28, como Armando Zuloaga Blanco.
Para mí, aquel vecindario era una
versión venezolana de las novelas de Louise May Alcott, que acabábamos de leer.
Pedro Sotillo, el tío poeta y esposo de Totoña Blanco colindaba al Sur. En la
casa de Juan José reinaba magnífica, la bella Lola Blanco, más blanca que su
nombre. Más al Este, la cabeza de la tribu. Rosario Blanco de Auzeau, Senadora,
concejal, hermana mayor, combatiente contra Gómez en su juventud; y finalmente
frente a la placita infantil de la Avenida Principal, las primas Palacios
Silveira. Las flores de la calle, nietas de Maria Luisa Blanco y de Manuel
Silveira.
En aquella quinta Jota Jota había sido velado el cuerpo de mi padre la
noche de su patética llegada de México, mientras el tirano de entonces
autorizaba su paso al Cementerio General del Sur.
Las mesas se iban llenando. Empezaba el torneo. La superioridad numérica
de los varones había desplazado a las damas a un pequeño y colorido jardín
interior, bajo una pérgola, investido del aroma y el sabor del multitudinario
equipo de cocina de las 4 casas. Sabores predominantemente mantuanos y llaneros
empezaban a tomar forma sobre las mesas metálicas, de patas de voluta y largas
superficies de vidrio .
Juan José Palacios |
El dueño de casa, el legendario Cara e'guapo, disfrutaba a raudales la avalancha de simpatías que conjugaba. Pocas personas han llevado a tan solemnes niveles de culto la palabra amistad. Tal vez el estudiante de mayor edad de la generación del 28, le tocó servir de enlace entre sus condiscípulos y los hombres de armas conjurados en la asonada de abril, audaz contrincante de aquella tiranía de tres décadas. Mi tío, para mayor gloria mía, era mi padrino de confirmación. Había sido Presidente del estado Monagas en el gobierno de Medina, pulcro administrador y crisol de admiraciones.
En aquella mañana solear uno de sus más aguerridos compañeros de luchas
antigomecistas se disponía a asistir al desfile conmemorativo de la Batalla de
CARABOBO, feliz coincidencia con su onomástico. Tal vez en la tarde lo abrazaría
cuando tuviera un desfogue en su agitado itinerario, porque ese amigo era
entonces Presidente de la República. Rondando las 9 y media y cuando la euforia
bramaba más ruda, en su apogeo, sonó el ringg que partió en dos la celebración.
"Le pegaron un tiro a Rómulo” . Luego— “no, le pusieron una bomba”. La
cara de aquel hombre demudado y enfurecido es una imagen indeleble. La
materialización de la leyenda de su bravura.
Y allí, de entre los jugadores, saltaron dos de los médicos fraternos de
Betancourt. Victor Brito Alfonzo, paisano monaguense, cirujano eminente, y el
gran neurocirujano Rafael Castillo. Lo que siguió fue el desconcierto. Arranque
de automóviles chirriando neumáticos. Juan José Palacios armado con revólver,
como que volviera a las calles a "caerse a plomo" y los médicos, en
tropel. Lágrimas, deprecaciones, suspenso. Media hora, una hora, hasta que se
confirma que el Presidente Constitucional de la república está fuera de
peligro.
A las pocas horas, Betancourt con las manos quemadas, sordo de un oído y
cegado de un ojo, se dirige a la nación. Herido, pero en el puesto de mando.
“De aquí me sacan con los pies para adelante. Ni un día más, ni un día
menos...” pero en el camino se perdió la vida valiosa de su edecán, Ramón Armas
Pérez, ascendido a General postmortem; la de su chofer, Azael Valero, y la de
un estudiante ajeno a todo que pasaba hacia el desfile. En pocas horas se
resolvió el crimen. La mano sangrienta del más desalmado entre los desalmados
déspotas latinoamericanos, Rafael Leonidas Trujillo, enlazada con sus socios
militares venezolanos, viudos del último tirano.
Menos de un año después Betancourt enfrenta la violencia del otro polo
magnético, la Sinistra, la izquierda. Y a un alto precio en sangre, la reducirá
también.
Después renunciará a
toda aspiración de mando, ejemplo inédito de desprendimiento en esta tierra de
caudillos insaciables. Fue por todo ello, un incomparable héroe civil, y el
fundador indiscutible de la democracia venezolana. Una fotografía electrizante
lo muestra, pocos días después, saliendo del Palacio de Miraflores con las
manos vendadas. El saludo imponente de sus Edecanes da a la imagen una apostura
épica. Viendo la misma imagen, Mariano Picón Salas dirá "Tenía conciencia
casi trágica de su destino".
Luis Felipe Blanco Iturbe.
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