Inscribirnos en la escuela en México fue para mi padre un evento de una significación que asombraba. Andaba exultante- Desde muchos días antes de hacerlo, ya nos reunía y contaba lo fabuloso que había sido para él la experiencia de aprender cosas. Se esforzaba por inocularnos su entusiasmo relatando sus días de clase en Cumaná y sus consecuenciales idas a la playa. Lo escuchábamos temerosos y escépticos, no había playa cerca, y por lo que oíamos de nuestros pares, era un sitio macabro por naturaleza.
Su ímpetu inicial incluyó comprarnos unas libretas muy lujosas empastadas, para hacer énfasis en llevar un diario donde anotáramos lo importante de cada día.
Yo ya escribía mucho por todos lados, robaba papel de carta— aquel casi transparente— que era el medio cotidiano de comunicarse con el mundo. Mandaba cartas a la gente de mi propia casa. Narraba mis opiniones sobre los accidentes que veía. Ellos guardaron una que otra. Mi hermano inventaba que veía monstruos y también se las enviaba, cuando su escritura se hizo visible. Y cuando había oportunidad enviábamos cariños y besitos a nuestras primas en Venezuela. Qué papel enorme jugó el cartero en la vida emocional de todos, entonces.
Al tenerlo en la mano, como un rito de iniciación, me sentí fascinado; sobretodo porque me instruyó sobre qué cosas debía registrar. El olor y çolor de la cola de pegar y el cuero del lomo los conocía y me fascinaban. Mi hermano aun no escribía. Papá de su puño y letra quiso mostrarle cómo se enfrentaban una pluma y un cuaderno. Los Diarios son un punto de quiebre sustantivo, o tal vez más que eso, un salto de la edad en que los sucesos y aventuras pasaron de lo doméstico y transitorio a tomar un carácter ceremonial. Podría atesorar en una gaveta y bajo llave, y mostrar orgulloso cuando hubiera logrado un triunfo.
Los sucesos de ese, mi primer año, son determinantes en separar “mi vida privada” de mi “vida pública” (jaja) y en considerarla asunto de interés social.
Respecto al relato, aseguro que lo acá escrito es transcripción fiel de lo que tiene más de 60 años en una cripta, con pocas adaptaciones y respetando la esencia y espíritu del aquel autor pretencioso Hasta los nombres propios son auténticos.. No podría cambiarlos sin quitarles la vida
Anexo la carátula y primera página de ese incunable que mi papá regaló -y prologó con su propia tinta-a mi hermano.
Diario de la escuela
Luis Felipe Blanco I.
Tengo 6 años y 3 meses escasos—febrero de 1952—cuando se acerca el momento temido de ir a la escuela. Tenemos una casa, Reinosa 7, Colonia Hipódromo. (*) Después de 3 años vagabundos, probando suerte en apartamentos acogedores pero ajenos, en cortas estaciones con paisanos, o en incómodos hoteles oscuros, tenemos una casa de dos pisos con garage, aunque sin coche. En verdad nunca hasta ahora tuvimos un carro. Recuerdo cuando era casi bebé y vivíamos en Venezuela que llegaban dos automóviles negros grandotes a buscarnos, a veces a mi mamá, y a mi papá casi siempre. Eran como prestados. Los choferes eran Zambrano y Mendoza, y usaban sombreros de gánster.
Pero ahora tenemos una panadería rete suave en la esquina, la iglesia a dos cuadras, —Ya no más largos itinerarios en autobuses los domingos—el cine Lido a tres cuadras (“El espectáculo más grande del mundo” de Cecil B . de Mille, lo vi este año , yo quedé como embrujado) , y la amplia Avenida Juanacatlán con su paseo en el centro donde se puede andar en triciclo. Unas vecinas lindas que pasean en bici frente a nuestra casa, de las que sospecho de haber recogido la primera semilla para mis sueños de las bicicletas. De ese año en adelante tuve el plan de aprender a manejar para salir a dar vuelta a la manzana cuando ellas estuvieran fuera. Esa si es una historia que después echo. Un día en que pasaron frente a la ventana, y a la más bella rubia llamada Lya,—(¿por qué me acuerdo de esto?) —probé decirle apenas adiós niña chula, y eso por presumir de galán con otro niño que nos visitaba. No pasaron tres segundos antes de que una ola de temblor y sangre me encendiera la cara, y salí en carrera a trancarme en un baño temiendo alguna consecuencia por ese impulso. Si mi papá sabe que salí corriendo a esconderme me regaña , o peor, me lleva hasta su puerta para que se lo diga en persona.
Ese es el primer percance romántico en esta casa. La historia que voy a contar comienza meses más tarde. Tras secretas diligencias y consultas susurradas por el teléfono, se nos participa, algunos días después de los SantosReyes, que en dos semanas vamos a la escuela. Yo dije muy claro que estaba muy pequeño y además leía mucho y no lo necesitaba. Nada de eso. Kinder para Andresito, y tú vas a Primero.
Estos días transcurrieron muy rápido, y con mucho desaliento. Ropa nueva, color khakhi y un distintivo suéter de lana color vino tinto que se convirtió en el símbolo de las reglas firmes, la puntualidad ( la calamidad que me persigue), el cumplimiento y lo infalible. Un redondel cosido en el bolsillo superior izquierdo pregonaba Colegio María Montessori. Favorito de los hijos de los exiliados, por encima de otro también recomendado, el HispanoMexicano. El mío es una casa grande — de comienzos de los años 1930, Licenciado — con mucha madera en sus escaleras y un gran patio trasero para los recreos. Recreos revueltos donde todos los niños de primero a sexto compartimos. Es lo peor. La fuerza de los mayores se impone sin dejarnos espacios. Los de quinto y sexto dominan la mitad norte . Los de tercero y cuarto casi la mitad sur, pues un rincón sureste queda para los de primero y segundo.
Si los grandes habían pactado un juego de volibol, una gran carrera , o el temible “látigo”, todos los demás somos sin remedio obligados a ser espectadores. Si los mayores tienen actividades culturales en otra ala, los menores podemos abarcar casi todo el patio. Esas no eran muy buenas noticias para mí. Los animadores de “pegas” adoran esos días pues pueden desafiar a sus rivales de otras palomillas(**). Basta decir “yo te sueno” para confirmar el reto, y aquí todo es demasiado serio. Mi papá me contó que obligado por una tontería con tanta seriedad un poeta llamado Pushkin perdió la vida. Y aquí todo el tiempo hay que temer caerse a puños; hasta yo que soy pacífico tuve que hacerlo.
Agustín es uno de mis dos amigos del salón. Se sienta detrás de mi. Un día en que María Luisa estaba sentada a mi lado y yo más pendiente de ella que del pizarrón, Agustín empezó a darle patadas a mi pupitre por detrás. Nunca lo había hecho. Creo que quería lucirse. Le dije Yá mano, dos veces. En eso María Luisa se percató y yo tuve que hacer lo que veía en las películas y me paré, él también, y yo le di un puño muy fuerte y se cayó debajo del pupitre y le sangró la nariz. Casi me hice pipí del susto, me llevaron a la dirección, yo expliqué que él me molestaba. Lo llamaron a él y él reconoció su travesura y nos dimos la mano. No me mandaron amonestación, pues esas cosas parece que aquí se arreglan así. Me sentí muy mal por él que ya casi no quiso andar conmigo. Esa vez aprendí las cosas que se cuentan en los corridos rancheros. (Escuchamos muchos en la casa, que si los hombres hacen por las mujeres cosas que los llevan a la perdición). Por eso temo tanto que me reten a pelear.
Hay una cuerda muy macha que no más quiere mostrar su dominio en el campo. Una de ellas es de la punta de los Santana (Casi me santiguaba al oírlos mentar). Hay un hermano mayor en quinto, uno mediano en tercero, y mi preocupación principal, en mi salón, Pedro Santana. Acostumbra a animar los desórdenes en el rincón de patio que nos queda. Gusta de organizar torneos de pulso, persecuciones, puntería con pelotazos y otros varios ejercicios de introducción al juego rudo. Hasta cuando se juega roña(***) hace trampas - Yo durante unas buenas cuantas semanas he logrado pasar desapercibido para los alborotadores. Converso con tres o dos amigos, de maneras tranquilas, de nombres que se me olvidan. Solo conservo el nombre de Agustín, que ocupaba el pupitre justo detrás de mi, como conté ahorita. Hablamos de box, de zoológico, de sitios que queremos ver. Aquí mismo en el salón hay un chamaco que es hijo de un actor de apellido Isunza y se las da de muy mucho y siempre trae lo que le regalan los domingos. Ahora que lo pienso bien, una de las peores cosas de la escuela es que en el recreo las niñas juegan en el jardín delantero, ¡no nos dejan juntar! Para mí lo que provoca es ir a la parte frontal del caserón a buscar platicar con ellas , pero eso en México es como si te atrapan en un pecado. ¡No es de hombres derechos, me han dicho! Solo por unos segundos puede uno dirigirse a una hembra, y eso de forma casual.
A mí me gusta demasiado hablar con las niñas, que casi todas son guapas. Bajando o subiendo las escaleras, o sentándose en el pupitre de al lado de alguna, cuando hay suerte. Hay ciertas libertades que podrían tomarse sin levantar sospechas, como por ejemplo hacer un dibujito en el cuaderno, o elogiar algún forrado de libro. Lo cierto es que cada vez me interesaba más por hablarle a María Luisa Soto-hija de la Directora- que a mis amigos varones. Pero con sinceridad, se me hace agotador estar nomás evitándolo, y me da mucho temor ser observado. Por alguna mala interpretación de ahora, el trato con compañeros de otro género es visto como impropio o hasta sugestivo de poco varonil. Me tiene muy confundido. Pedro Armendáriz es bien tosco y siempre anda con mujeres. No sé si en todas las escuelas será como aquí- Yo quería una en que hubiera chamacas, y aquí es casi como si fuéramos dos colegios separados.
Bien, hasta que un día los ímpetus me dominaron. y en lo que yo considero mi único descuido, saliendo a recreo aproveché que María Luisa se había quedado última y esperaba a alguien en la planta baja cuando yo perdí mi control y le pregunté algo. (Nada quisiera yo rescatar más para mis apuntes como ¿Qué fue lo que le dije?)Debe haber sido Cupido que habló a través de mí, porque se volteó, me contestó ,y con la mente embobada tuve que responder algo más. ¿Habrán sido 2 minutos? Solo sé que fueron cruciales. Suficientes para que Pedro Santana lo registrara, se nos quedara viendo, y con una sonrisa malvada corrió hacia el resto de la banda. También debo haber sido muy grosero, al dejar a mi amiga, o condiscípula solamente, con la palabra en la boca, escabulléndome e internándome en la multitud. Huí hacia kínder como si quisiera visitar a mi hermano.
Por cierto, mi hermano regularmente regresa a casa-las veces en que realmente va a clase- con una estrellita en la frente. Eso yo lo habré alcanzado dos o tres veces en todo el año escolar. La manera de obtenerlo es En Descanso. La Miss ordena ¡Descanso! Se cruzan los brazos sobre el mesón y a sumergir la cabeza. El que la levante antes de la señal de la Miss, pierde la estrella. Andrés se dormía profundo, y así era premiado con regularidad. Yo no puedo. Me obligan a dormir la siesta en mi casa y hago como que duermo pero leo.
Volviendo al desastre en que yo estaba complicado, al fin del recreo volvimos al salón y Santana me buscaba con la mirada. Lo evité y me senté al final, junto a la ventana.
Luego salí temprano favorecido por la regla establecida: los que teníamos transporte privado salíamos primero. El chofer de la camioneta subió a buscarme. Ese día escapé, pero maquiné sin parar cómo sobreviviría a los demás.
Ahora voy a presentar a Gundemaro.
Él estudiaba sexto. Yo solo lo veía en la camioneta. Me notó por mis revistas de historietas.
El trayecto de la camioneta de vuelta a mi casa es muy pintoresco. Del colegio, situado cerca de Insurgentes sur -la avenida más larga del país- pasábamos por una zona muy populosa y con un tráfico endemoniado, como que atravesábamos varios días por semana un mercado callejero. De allí enfilaba a una zona residencial, con muchas vecindades, y luego tomaba Nuevo León y viviendas más bonitas y con pequeños jardines, un largo trayecto por la parte donde el paisaje se hacía muy arbolado y empezaban a verse edificios nuevos de baja altura, hasta donde vivíamos, de casas de los años 40 o 50, según me dicen, no tan recostadas las unas a las otras. Colonia Hipódromo. Había yo contraído el vicio de leer historietas, y con frecuencia las metía en la mochila para leerlas en recreo, o antes de entrar a clases, o en la camioneta. Una que otra vez llevaba algunas de El Halcón Negro, Tarzán, Roy Rogers o un boxeador güero llamado Joe Palooka. La mayor parte del tiempo eran más bien de Disney, de La Pequeña Lulú, o Dick Tracy; de verdad las que más me gustaban eran Cuentos de Brujas, pero esas me las prohibían en casa.
Cuando Gundemaro las veía en el transporte me pedía las de acción o guerra y prometía devolverlas. Nunca lo hizo. Gundemaro era un tipo con cara de bravo y atrevido. Hablaba fuerte pero no decía groserías. Él se bajaba donde le daba la gana. Bastaba con un silbido fortísimo para que el chofer se detuviera. Una vez en que estábamos atravesando el mercado y él estaba sentado en la cuarta fila de la camioneta (la última) chifló, por haber visto a un cuate suyo en la multitud, y sin esperar se lanzó por la ventanilla, sin hacerse daño. O sea, yo no sabía si tenía casa, ni por qué rumbo vivía.
Aquel día discurrí sentarme a su lado y regalarle las dos revistas que traía, sin esperar a que me pidiera. El lunes siguiente traje una de Frentes de Guerra , de las que mi hermano Andrés prefería, y se la regalé. Fue muy contento que se puso. Bueno, para la semana ya tenía mi estrategia, y rezaba porque el amigo brusco no faltara a clases.
Creo que fue un jueves en que se dio la mala coincidencia de quedar enfrente de la cantina escolar de dulces y refrescos y con Santana mirándome. Eso no es opcional, en este México. No puedes esperar ser agredido. Tienes que apretar panzas y vejiga y hacer desplante, hacer aguaje. El ritual fue más o menos así: “Qué, te gusta andar con niñas”
“¿Pos y qué te pasa?” “Mira huey, la vas a pasar mal” . “¿Contigo? Te sueno”. “A que no?” “Te saco a mi amigo” “Tu y cuántos” “No me hagas reír, traigo a mi hermano” “Pos tráelos y ahi nos damos” “Pa cuando” “pa cuando quieras, ora verás.”
Y salió a buscar a sus hermanos. Yo, helado, corrí a sexto a buscar a Gundemaro. Estaba en el salón, pero me vio y se salió. Me persigné por dentro y sentí zafarrancho
Los Santana dicen que te suenan.
Se rió.
Pos no me hagas
Si, cuate, eso dicen que me van a caer a mi y a ti.
Onde. Ahi vamos
Cuando los Santana ven a Gundemaro rectifican sus pasos y en sus caras hay mímicas muy llamativas. Parecían dráculas mirando un crucifijo. Se devuelven y se sientan en un banquito a platicar. Gundemaro va hasta ellos. Yo me quedé en mi sitio lleno de vagos presentimientos. Hasta que termina una corta conversación y retorna alegre.
si te vuelven a molestar nomás mi'ablas
Recuerdo aquellos días con un aura heroica. A medida que pasa el tiempo aquella tregua se engrandece-**** Más nunca Santana se ocupó de mí.
Terminé el año escolar. Confié en que el año siguiente volvería al Montessori, y podría acercarme más a María Luisa. Pero no se pudo, los avatares del exilio nos mudaron a Cuernavaca.
Siempre pensé qué habría sido de mi si me hubiera tocado seguir viendo a María Luisa.
_______________________________________________
*Sigue conservada intacta en 2013
** Pandilla
*** Juego similar a “gárgaro” o “la ere”
**** Para mí lo que hice es comparable, en eficiencia diplomática, a Talleyrand y Kissinger juntos.
Comentarios
Publicar un comentario