Terremotos, allanamientos
Cada uno tiene su memorial de aquella noche de síncope. Cada historia es única, no solo para quien la escucha narrar, sino para la sorpresa del propio narrador al escucharse a sí mismo y darse cuenta de todo aquello de lo que fue protagonista. La mía también me sorprende a mí mismo. Y tiene un largo prólogo.
Como para tantas otras infinitas aventuras, su germen está en el valle de los volcanes, la ciudad de los Palacios. Mi primera experiencia geológica la tengo muy clara. Por cierto, es como una fotografía ampliada (en blanco y negro pues, mi memoria aun no había evolucionado a kodachrome).
Habitábamos un sencillo pero muy grato segundo piso en la Avenida entonces llamaba Melchor Ocampo, a no más de tres cuadras del sagrado Parque de Chapultepec. Era el año 1951. Y en una hora que me cuadra en la media mañana. Cada uno en el apartamento, por su lado, notó que las cazuelas y vidrios danzaban en los muebles, luego el piso nos crujía y sin orden previa, todos nos lanzamos, padre madre, hijos por la escalera y la espantada nos llevó hasta la mitad de la calzada. Presumo que alguno proseguía en pijama, debido a lo rápido que los transeúntes nos rodearon.
Tras darnos calma y acompañarnos con pasos seguros hasta el dintel de la entrada del edificio, nos aseguraron que ese movimiento no tenía importancia, que era el suelo de México acomodándose. Con ese predicamento como conjuro, vivimos el resto de nuestros días.
Habitando en ese edificio sentimos dos o tres temblores más. No llegamos a salir a la calle por digamos, dignidad, pero sí hasta la escalera. En cada una de las moradas fugaces que tuvimos percibimos movimientos parecidos. Tal vez hubo algo de acostumbramiento, pero deteníamos cualquier juego para contener el aliento también e iniciar una especie de cuenta mental, tic tac, que al traspasar cierto límite nos empujaba hacia las puertas. Tal vez en un par de ocasiones debimos reaparecer en descampado. Muy pocas veces fuimos acompañados en aquella peripecia por otras familias; si acaso, esencialmente extranjeras.
Luego durante nuestra idílica permanencia en Cuernavaca vivimos a una cuadra de una floreada glorieta. En su centro un cautivador estanque de agua, capaz de ser océano para nuestros veleros de juguete. Esta casa era una de las dos que poblaban el vasto pero incipiente Fraccionamiento Reforma.
En aquella inmensa soledad ni siquiera había teléfono. Ajustada época de náufragos en el Edén. Pero aun en esa “praderas y flores” que eran como talismanes, temblaba. Y duro, pero ahora teníamos jardín, y nada impedía de salir al sentir la brava onda sin ser vistos, resguardados por una muralla. Pero el último veredicto lo daba la glorieta. De manera que manejábamos un sistema de sismógrafo prehispánico.
Ante cada vibración sospechosa, alguien accedía a la glorieta a testificar cuan encrespadas estaban las aguas. Alguna vez le tocó a la muchacha que nos cuidaba y regresó con la noticia de que había olas en el espejo de agua. Esa noche sacamos colchones al garage y allí dormimos. Muy fresco, abierto al viento y siempre disponible porque no teníamos carro.
Así desarrollé un diapasón en las vértebras, las plantas y cráneo temporal, que amplificaba las ondas acústicas y vibratorias: la palestesia.
De allí vuelo doce años. Años vírgenes de sensaciones telúricas. explicitar
El año de 1967 ocupa un cajón social en el gabinete de la memoria. Acopio de cosas notables para mucha gente. Inicié mis estudios clínicos en ese tortuoso año lectivo 67. Por “clínico” explicito que es la fase que sigue a los dos años en ciencias básicas. Es cuando se entra a relacionarse con pacientes. Cuando entramos al majestuoso y temido HU. Temido porque lo más consagrado de la medicina venezolana. Lo inapenable, impartía clases allí.
Pero paralelamente a aquel embeleso, la universidad estaba bajo fuego. La izquierda hacía de las suyas convirtiendo el campus era una guarida de sus agentes
El 30 de noviembre de 1966 el gobierno ordenó el allanamiento de las instalaciones. Y las clases se suspendieron hasta el 15 de febrero del '67. Por eso, el 29 de julio de 1967, sábado, no estaba de vacaciones. Estudiaba febrilmente para un examen de medicina interna. Culminaba una intensa tarde en el salón de la casa de mi compañera sentimental.
Ya cerca de hacer un alto para la recompensa gastronómica, desde el profundo dispositivo de mi médula ósea se percibió una señal eléctrica y en los huesos temporales una más grave alarma: registro como si un pesado camión se acercara estremeciendo el pavimento, pero a una velocidad demasiado elevada para un pesado camión. Tal vez parpadeé 3 veces y luego la respuesta masiva Fight or Flight, impulsado por un resorte salí despavorido sin pronunciar palabra ni mediar despedida y abordé mi Ford Cortina.
Al pasar frente al terreno yermo donde hoy se alza el CC Plaza Las Américas, aun pude ver movimientos en un edificio frontal y gente gritando. Si el fenómeno duró 35 segundos, caigo en cuenta de lo estrepitoso de mi respuesta. Hasta allí era todo zoológico. Al ver la última sacudida del edificio, la corteza cerebral recuperó el mando: Esto es un terremoto!!
Luis Felipe Blanco Iturbe.
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